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Responsabilidad social y eficiencia económica

el 19 enero 2013

¿En qué circunstancias cabría esperar que una empresa comercial se abstuviera de perseguir las máximas utilidades porque hacerlo podría perjudicar a terceros? ¿Qué instituciones pueden, a nuestro juicio, desempeñar la función, no sólo de limitar sus utilidades, sino de hacerlo precisamente en aquellas formas que no resulten perjudiciales para otros? ¿Es lógico esperar el surgimiento o creación de códigos de ética?

Por KENNETH J. ARROW

Al examinar tales cuestiones, mi propósito no es tanto el lograr respuestas definitivas, como el analizar qué clase de consideraciones se deducen de dicho examen. Ante todo, convendría estudiar las posibles formas en que la actividad económica de una empresa puede afectar a otros miembros de la economía.

Se me ocurre una larga lista, pero bastarán algunos ejemplos: una empresa afecta a otras al competir con ellas en los mercados de factores, en la compra de mano de obra y de otros artículos para su uso, y en la venta de sus productos; paga salarios a terceros, compra artículos de terceros y fija los precios a que se venden sus productos, entablando así una relación económica con sus clientes. Típicamente, establece las condiciones de trabajo, incluyendo –cosa esta muy importante– aquellas que afectan la salud y la posibilidad de accidentes dentro de la fábrica. En los últimos años se nos ha venido recordando que la empresa, tanto como la persona, contribuye a la contaminación, y que ésta afecta directamente a otros miembros de la economía.

Del mismo tipo, aunque no tan mencionados, son los efectos de la actividad económica en la creación de congestionamientos. Si se establece una nueva instalación industrial en una zona ya saturada, es natural que ello signifique costos, daños y perjuicios para las ya establecidas en esa zona, aunque sólo sea porque congestionará calles y aceras e impondrá cargas adicionales a los servicios públicos de la misma zona. Desde luego, aunque la congestión no ha sido objeto de tantos comentarios como la contaminación, puede producir un efecto mucho más serio, desde el punto de vista de la economía y, quizá también, de la salud.

Ciertamente, el costo social de las muertes causadas por accidentes automovilísticos supera con mucho los riesgos que para la salud representa la contaminación atmosférica producida por esos vehículos. Además, la empresa también afecta a otros al determinar la calidad de sus productos. Entre los muchos aspectos de la calidad de un producto, podemos señalar especialmente los que son causa de contaminación y los que implican amenazas para la seguridad. La cuestión de la responsabilidad social adopta distintas formas en lo que respecta a las diversas situaciones mencionadas, y esto no es, ni mucho menos, un rasgo uniforme.

responsabilidad socialMe ocuparé primero del caso contra la responsabilidad social: el supuesto de que las empresas no deben tener más propósito que el de elevar al máximo sus utilidades. Una faceta de dicho concepto es empírica, antes que ética o normativa. Se limita a declarar que las empresas procurarán elevar al máximo sus utilidades. Se asienta que el afán de lucro es muy poderoso y los incentivos para adoptar un comportamiento egoísta tan grandes, que ningún tipo de control podrá resultar eficaz. Este argumento posee cierta fuerza, pero no es concluyente. Es cierto que cualquier mecanismo que se emplee para obligar o conminar a las empresas a cumplir con sus responsabilidades sociales ha de tomar en consideración el motivo del lucro y el deseo de eludir cualquier tipo de controles que se llegaran a imponer. Pero esto no significa que no quepa esperar cierto grado de responsabilidad.

Otro tipo de argumento, expuesto con frecuencia por algunos economistas, es la afirmación de que las empresas deberían elevar al máximo sus utilidades; de modo que no sólo se muestren inclinadas a hacerlo, sino que, prácticamente, tienen ante la sociedad la obligación de hacerlo así. Las empresas, se dice, compran los bienes y servicios que necesitan para su producción. Lo que adquieren, lo pagan y, por tanto, están pagando por cuantos costos puedan imponer a terceros. Y lo que reciben en pago por la venta de sus artículos, lo aceptan porque el comprador considera que valen la pena. Vivimos en un mundo de contratos voluntarios; nadie está obligado a comprar nada. Cuando la gente opta por comprar algo, será porque alcanza beneficios en la medida del precio que paga. De ahí –se afirma– que las utilidades representen, realmente, la contribución neta que la empresa hace al bien social, razón por la cual deben ser tan grandes como se pueda.

Cuando las empresas compiten entre sí en la venta de sus productos, la compra de mano de obra u otros servicios, quizá tengan que reducir el precio de venta a fin de lograr una mayor porción del mercado, o bien incrementar los salarios; en ambos casos, los beneficios que la empresa obtiene son compartidos, hasta cierto punto, con la población en general. Las fuerzas de la competencia impiden que las empresas obtengan una porción excesiva de los beneficios sociales. Por ejemplo, si una empresa trata de reducir la calidad de su producto, tarde o temprano tendrá que rebajar sus precios, ya que el comprador decidirá que no vale la pena pagar lo que se pide por ellos. Así, los consumidores ganarán en la reducción de precios y perderán debido al deterioro de la calidad.

Un análisis detallado nos demostrará que la empresa sólo estimará conveniente disminuir la calidad de sus productos si realmente esa mengua constituye un beneficio social neto; es decir, si el ahorro en el precio vale más para el consumidor que la baja de la calidad.

Límites del argumento

Dentro de los supuestos correctos, la máxima elevación de las utilidades es eficiente, desde luego, en el sentido de que puede alcanzar para todo consumidor el más alto grado posible de satisfacción, sin disminuir la satisfacción de otros consumidores ni utilizar más recursos de los que la sociedad posee. Pero hay que subrayar los límites de dicho argumento. En primer lugar, da por sentado que las fuerzas de la competencia son lo bastante fuertes; no hay justificación social para la máxima elevación de las utilidades por los monopolios, y esto es un punto muy importante. Segundo, la distribución del ingreso derivada del incremento irrestricto de las utilidades es muy desigual. Sin duda, la economía de competencia que permite esa máxima elevación es eficiente –de lo que son prueba los altos ingresos medios–, pero ese elevado promedio va acompañado de una extendida pobreza, así como de vastas riquezas, para unos pocos, cuando menos.

Para algunos de nosotros, semejante consecuencia resulta bastante indeseable. Además, ese afán de elevar al máximo las utilidades tiende a alejarse de la expresión de motivos altruistas, cuya satisfacción es tan legitima como la de los motivos egoístas, y cuya expresión es algo que quizá sintamos el deseo de alentar. Un comportamiento económico egocentrista, basado en la máxima elevación de las utilidades, no deja campo para la expresión de tales motivos. Si los tres problemas precedentes fueran dejados a un lado, nadie se metería a juzgar las formas en que las empresas afectan a otras. En realidad, en vez de desalentarla, hay que alentar la obtención de utilidades por medio de la competencia.

La determinación de salarios y precios entre la empresa y sus trabajadores y clientes, libres de coacciones, representa intercambios mutuamente beneficiosos. Por tanto, no hay razón, dentro del marco de la discusión, para intervenir. Sin embargo, la conveniencia social de la máxima elevación de las utilidades no cubre todas esas acciones recíprocas a que he aludido. Son dos las categorías en que tales argumentos se derrumban. De la primera son ejemplo la contaminación o la congestión. En este caso, ya no es cierto –y en ello estriba la clave de tales cuestiones– que la empresa paga realmente por el daño que causa a otras.

Cuando la empresa toma el tiempo de una persona, lo utiliza en el trabajo y paga por él, la transacción puede considerarse como un intercambio beneficioso desde el punto de vista de las dos partes. Pero carecemos de un mecanismo semejante para el pago de la contaminación que una empresa obliga a sus vecinos a soportar. Entonces, la empresa tendrá tendencia a contaminar en mayor grado del que sería deseable. Es decir, que los beneficios obtenidos por ella o proporcionados por ella a sus clientes no son, o pueden no ser tan grandes como el costo que dicha empresa impone al vecindario. Pero, puesto que no paga ese costo, no existe un incentivo pecuniario para que se abstenga.

Y lo mismo puede decirse de la congestión del tránsito cuando no se cobra nada por el incremento del número de autos o camiones que circulan por las carreteras. Es algo que a todos incomoda; es causa de demoras y acrecienta la probabilidad de que ocurran accidentes; en suma, impone un costo a buen número de miembros, de la sociedad, que no es pagado por quien lo causa …o, al menos, no en su totalidad. La persona que causa la congestión también la padece, pero los costos que impone a otros son mucho mayores que los que ella misma soporta. Por consiguiente, habrá siempre la tendencia a hacer uso excesivo de aquellos objetos por los que no se cobra precio alguno, en particular el escaso espacio que hay en los caminos.

Hay muchos otros ejemplos de este tipo, pero los dos antes descritos sirven para ilustrar el punto que queremos dejar asentado: es necesario hacer algún esfuerzo para alterar la conducta de las empresas en lo que respecta a la obtención de las máximas utilidades, sobre todo cuando dicha conducta impone a los demás costos que no se compensan fácilmente por medio de una serie de precios adecuados.

El factor calidad

La segunda clase de efectos que hacen socialmente deseable la obtención de ganancias máximas, abarca cuestiones de calidad, acerca de las cuales suelen saber más el fabricante y el vendedor, que el comprador. Mencionaré primero la cuestión de la calidad del producto vendido, si bien consideraciones casi idénticas se aplican a la calidad de las condiciones de trabajo. Con frecuencia, la empresa está más capacitada que el trabajador para conocer las consecuencias –por ejemplo, riesgos para la salud- que pueden tener las condiciones de trabajo.

Como ejemplo, pensemos en un nuevo producto, de carácter complicado, como es un nuevo automóvil. Es natural que el vendedor sepa mucho más que la mayoría de sus clientes, en lo tocante a las propiedades del vehículo. A fin de producirlo, el fabricante tuvo que realizar pruebas de diversos tipos; el vendedor conoce el resultado de esas pruebas, y el guardarse ese conocimiento redunda en perjuicio de su propia eficiencia, puesto que no satisfará los gustos de sus clientes. Quizá más dramáticos, aunque en menor escala, sean los repetidos ejemplos de información especiosa acerca de los riesgos y empleo de medicinas de patente y otras drogas. También es una manifestación del punto que quiero dejar asentado.

La máxima elevación de las utilidades puede llevar a consecuencias obviamente perjudiciales para la sociedad. Tal es el caso cuando, en general, se engaña a los consumidores: por ejemplo, cuando se les hace esperar más de lo que es posible garantizar. También saldrán perjudicados cuando no se les engaña, pero se les lleva a la incertidumbre, aunque en este caso el argumento sea más sutil. Una consecuencia puede ser el consumo excesivamente limitado de ciertas nuevas drogas, pongamos por caso. Si los consumidores de esas drogas tienen pleno conocimiento de los riesgos implícitos, pero son incapaces de calcular el peligro que representa una droga determinada, puede suceder que el temor los induzca a rechazar un nuevo tratamiento médico… lo que, a la larga, puede ser tan grave como la actitud opuesta.
Los defensores de la búsqueda irrestricta de utilidades suelen dar por sentado que el consumidor está bien informado, o, que, al menos, acaba por enterarse de lo que hay que saber por medio de la experiencia, mediante el repetido consumo del producto, o bien por los comentarios de otras personas que estén en su mismo caso. Semejante argumento es empíricamente débil; incluso la capacidad de determinadas personas para analizar los efectos de sus pasadas adquisiciones puede ser limitada, en particular tratándose de mecanismos complicados. Pero tiene otros dos efectos: los riesgos, incluso el de muerte, pueden ser tan grandes, que hasta una experiencia errónea resulta pésima, y de nada sirve la oportunidad de aprender a base de pruebas repetidas.

Luego, en un medio en el que constantemente salen al mercado nuevos productos, se reduce grandemente la oportunidad de aprender a base de experiencia. Las fábricas de vehículos automotores introducen constantemente nuevos modelos que, al menos según sus fabricantes, son distintos de los anteriores, aun cuando el cambio sea más bien externo que interno. No hay día que no salga alguna nueva droga; y el hecho de que hayamos tenido una mala experiencia con alguna de ellas, no nos brindará mayor información acerca de la próxima. Hay, entonces, dos tipos de situaciones en las que la simple regla de elevar al máximo las utilidades resulta socialmente defectuosa: cuando los costos no se pagan, como en el caso de la contaminación, y cuando el vendedor sabe mucho más que el comprador acerca del producto, especialmente en lo relativo a la seguridad. En tales circunstancias, es obvio que conviene contar con alguna clase de responsabilidad de tipo social: una obligación, ya sea ética, moral o legal. Y no podemos esperar que semejante obligación surja de la nada.

Para tener significado, toda obligación de este tipo tiene que tomar cuerpo en alguna institución social. Uso el término en su sentido más amplio. La exhortación a proceder con honradez debe concretarse en un código legal o en alguna otra forma visible, recordatorio constante y, quizá, medio de introducir una escala de valores dignos de tomarse en cuenta. Hasta cierto punto, la institucionalización de la responsabilidad social ofrece a todas y cada una de las empresas la seguridad de que sus competidoras también aceptarán la misma responsabilidad.

Si una empresa se ciñe a un código impuesto desde el exterior, cabe esperar que las otras empresas también lo obedecerán, y por tanto, podrá contar con cierta seguridad de que no tiene por qué temer que su buen comportamiento se traduzca en costos excesivos.

Algunas alternativas

Hay buen número de instituciones, de los más diversos tipos, que pueden considerarse como personificación de las posibles responsabilidades sociales de las empresas. Tenemos, en primer lugar, los reglamentos legales, como en el caso de la contaminación, en el que se prescriben normas acerca del tipo de combustión que puede producirse, así como límites máximos a las emisiones. Una segunda categoría es la de los impuestos. Los economistas suelen, con toda razón, preferir la tributación a la regulación. Ya empieza a tomar ímpetu un movimiento en pro de la imposición de cargas fiscales a las emisiones contaminadoras. La responsabilidad es perfectamente clara: quien cometa la violación, pagará por ello.

Un tercer remedio, ya muy antiguo, es la obligación legal: la obligación implícita en el derecho civil. Se puede entablar demanda contra quien convenga, por daños y perjuicios. La cuarta clase de instituciones está representada por los códigos de comportamiento ético. La limitación se logra, no apelando a la conciencia del individuo, sino más bien mediante una definición, comprendida por la mayoría, de lo que es el comportamiento adecuado. Cada una de estas instituciones tiene sus pros y sus contras. En el caso de las dos primeras, reglamentos e impuestos, seré breve, pues son las más conocidas. Podemos formular reglamentos para el control de la contaminación.

También podemos reglamentar la seguridad de un producto. Podemos incluso fijar normas que aseguren la calidad en aspectos que no atañen a la seguridad. La principal desventaja de la regulación directa radica en lo difícil que es fijar normas lo bastante flexibles para que sean aplicables en diversas circunstancias y, al mismo tiempo, lo bastante sencillas para poder hacerlas obligatorias. Además, la reacción a nuevas situaciones suele producirse con lentitud; hay gran rigidez en la mayoría de las estructuras reguladoras. Para ciertos fines, es obvio que la regulación es lo mejor, pero también resulta claro que, como recurso universal, carece de utilidad. En el caso de los impuestos a los efectos, más que a las causas, hay una poca más de flexibilidad, ya inherente.

Por ejemplo, para combatir la contaminación tal vez la mejor arma sea la imposición de gravámenes; se gravan las emisiones de las industrias, ya sea que afecten el agua o el aire. Esto significa que cada industria está en libertad de buscar la manera de reducir al mínimo la carga impositiva. No se le dicta lo que tiene que hacer, como por ejemplo, elevar las chimeneas hasta cierta altura. Es libre de buscar la manera más económica de resolver el problema de la contaminación. Tal vez decida que las posibilidades de obtener ganancias son tan buenas, que quizá valga la pena seguir contaminando y vender su producto a un precio mayor. Tal decisión no es necesariamente mala; significa que el producto de esa industria es muy buscado, y ofrece una prueba automática del mercado para dilucidar si vale o no la pena seguir contaminando, puesto que, en última instancia, es el consumidor quien paga por la contaminación que él mismo induce. Empero, es difícil decidir si este método, a pesar de su utilidad en el caso de la contaminación, podría ser aplicable en el caso de la seguridad, o si es posible idear un impuesto que realmente tenga sentido. La carga impositiva parece ser un instrumento demasiado tosco para lograr el control de la seguridad del producto.
La responsabilidad legal puede aplicarse, y ya lo ha sido; es decir, los tribunales han ordenado el pago de daños en casos derivados de la contaminación, o de aquéllos en que el empleo de productos poco seguros ha sido causa de perjuicios y aun de la muerte del usuario. La naturaleza de la ley en este sector está siendo conformada por una serie de fallos judiciales. Todavía no está muy claro qué es lo que la empresa y sus funcionarios tienen que saber para que se les considere responsables de los daños producidos por artículos que no son seguros. Desde luego, podría aducirse, incluso ahora, que si los funcionarios de una empresa se percataran de que cierto producto ofrecía grandes probabilidades de tener un defecto grave, y a pesar de ello lo vendieran sin hacer ninguna advertencia, y ese defecto se hiciera patente, la responsabilidad legal sería obvia. Pero con frecuencia resulta difícil probar que se tenía ese conocimiento.

Claro que si la sociedad desea seguir el camino de la responsabilidad legal como la forma de imponer la responsabilidad social, puede cambiar los principios en que tales decisiones se basan. Por ejemplo, puede echarse sobre la empresa la carga de allegar la evidencia, de manera que, en el caso de todo nuevo producto, se exijan pruebas que demuestren que dicho producto es absolutamente seguro. El incumplimiento de dicho requisito sería prueba fehaciente de la responsabilidad de la empresa. Podemos pensar en enmiendas de este tipo, que pondrían las leyes más a tono con lo que las circunstancias requieren. Sin embargo, el camino de la responsabilidad tiene ciertos defectos intrínsecos que, en mi opinión, hacen de ella, en su forma actual, un instrumento inadecuado para lograr el control social o para imponer responsabilidades a las empresas lucrativas. Para empezar, los litigios cuestan mucho dinero. En segundo lugar, no parecen ser el método adecuado para resolver problemas recurrentes o constantes. Obligar a la obediencia mediante la acción constante de los tribunales resulta una manera muy costosa de manejar una situación que se repite una y otra vez. Es absurdo acudir a los tribunales para demostrar un mismo conjunto de hechos, vez tras vez. Para tal fin, los impuestos, que ofrecen idénticos incentivos, resultan superiores.

Códigos de ética

La cuarta manera en que puede tratarse de obligar a las empresas a actuar con responsabilidad, son los códigos de ética. Quizá haya quien encuentre un tanto extraño el que un economista sugiera semejante posibilidad, pero cuando existe una gran diferencia entre el conocimiento que las dos partes tienen del mercado, la adopción de códigos de ética reconocidos por todos puede contribuir enormemente a la eficiencia. De hecho, tenemos prueba de ello en la vida cotidiana, aunque en campos muy limitados.

El más notable es el caso de la ética médica. Por su naturaleza misma, existe una notable diferencia en los conocimientos del vendedor y el comprador. A decir verdad, éste compra los servicios de alguien que sabe mucho más que él. Para que esta relación sea viable, en el transcurso de los siglos se han elaborado códigos de comportamiento ético, tanto para evitar la posibilidad de que el médico explote al enfermo, como para asegurar al comprador de los servicios médicos que no se le está explotando. No pretendo decir que tales códigos sean universalmente obedecidos, pero siempre podemos suponer que el médico procederá teniendo en mente nuestro bienestar.

El gasto en servicios médicos innecesarios, y otros abusos, se consideran violaciones de la ética médica. Sin embargo, el comportamiento que en el médico censuraríamos acremente, apenas si se crítica cuando los culpables son comerciantes u hombres de negocios. La profesión médica es típica. En general, todas las profesiones implican situaciones en las que el conocimiento de las partes es desigual –por la definición misma de la profesión– y, por tanto, se han formulado principios de ética que brindan cierto grado de protección al cliente. Observen ustedes que de esto se derivan mutuos beneficios. Ciertamente, si desconfiáramos de un médico, no compraríamos sus servicios. Entonces, el médico desea un código de ética que sirva de garantía al cliente; y, desde luego, quiere que sus colegas también lo obedezcan, en parte, porque cualquier violación puede ponerlo en posición desventajosa, pero, sobre todo, porque la violación redundará en desprestigio para él, puesto que el comprador de servicios médicos puede ser incapaz de distinguir a un médico de otro.

Una cuidadosa observación nos revela que buena parte de la actividad económica depende, para su viabilidad, de la aceptación, hasta cierto punto, de una ética. Un comportamiento netamente egoísta es incompatible con una existencia económica establecida, del tipo que sea; invariablemente, existe cierto elemento de fe y confianza. Muchos negocios se realizan sin más base que una garantía verbal, puesto que sería demasiado complicado requerir compromisos escritos para cada ocasión. Todo contrato depende, en cuanto a su cumplimiento, de un acervo de condiciones no estipuladas, que sugieren que la actividad se llevará a cabo de buena fe. Dicho sencillamente, en casi toda transacción monetaria, en todo intercambio de artículos por dinero, hay alguien que da su valiosa posesión antes de recibir nada a cambio; o se entrega el dinero antes de recibir los artículos, o bien, se entregan éstos antes de recibir aquel. Además, es general la confianza de que no se violará el convenio implícito.

En el caso de la seguridad de un producto, la eficiencia mejoraría notablemente mediante la aceptación de un código de ética. Quizá baste a veces esa obligación moral para que el vendedor revele toda la información disponible, dando así al comprador la oportunidad de elegir. Esto no es siempre, necesariamente, lo mejor. Podría argüirse que, en determinadas circunstancias, lo conveniente sería fijar normas mínimas de seguridad y abstenerse de sacar al mercado los productos que no satisfagan dichas normas, y que los fabricantes y comerciantes deberían sentirse obligados a proceder en esa forma. Desde luego, limitarse a decir que sería deseable un código de comportamiento ético no significa que ello se realice. Dicho recurso sólo tendrá valor si es ampliamente aceptado. Debe ser bastante claro en lo que a comportamiento (según las circunstancias) se refiere y, sobre todo, conviene tener muy presente que a todos beneficia la general aceptación de las obligaciones que la ética impone.

Un código de esta clase que carezca de esta última cualidad, será poco viable. ¿Cómo se elaboran tales códigos? Pueden originarse como un consenso, fruto del prolongado y público debate de las obligaciones, debate que se suscitará en los cuerpos legislativos, en las salas de conferencias, en las publicaciones especializadas y en otros foros públicos. Los códigos se comunican mediante el proceso mismo de llegar al acuerdo. Otra posibilidad más formal consistiría en pedir a un grupo de prestigio que estudiara y proclamara normas de ética comercial. En uno u otro caso, para convertirse en parte del medio económico, y para seguir siendo parte del mismo, los códigos deberán ser aceptados por las principales instituciones vigentes, y ser transmitidos de una generación de funcionarios a la siguiente, por medio de métodos estándar de procedimiento, a través de las escuelas y facultades de comercio, y mediante algún tipo de adoctrinamiento.

Sostenimiento del código

Dando por supuesto que se elaboren tales acuerdos, ¿cómo se les puede sostener? Después de todo, por mucho que el código ético redunde en provecho de la generalidad, no beneficia los intereses de ninguna empresa. Puede tener valor para la administración del sistema en su totalidad, y puede tenerlo para todas las empresas, si todas lo apoyan, sin embargo de lo cual, puede suceder que cualquier empresa estime ventajoso hacer trampa y las ventajas serán mayores mientras más se apeguen otras empresas a los dictados del código.

Pero hay razones para pensar que estos códigos pueden ser elaborados, y afirmarse. Desde luego, necesitarán del apoyo institucional. Es decir, se requerirá de organismos focales, como son dependencias gubernamentales, asociaciones comerciales y grupos encargados de la defensa del consumidor –o una combinación de todos ellos– para hacer explícitos los códigos; para inculcar su doctrina y lograr que se sienta su presencia. Con tal ayuda, es factible la elaboración de códigos de ética en cuestiones tales como seguridad, cuando menos.

Un factor que en este caso es positivo, puede resultar negativo en otros: el de que la economía está constituida, en alto grado, por grandes empresas. La empresa no es ya un individuo único; es un organismo social con lazos sociales internos y sujeto a presiones internas en cuanto a aceptabilidad y estimación. Los distintos miembros de la empresa no sólo son parte de la misma, sino también de una sociedad más extensa, cuya estimación desean conquistar.

En una gran empresa, el poder está necesariamente atomizado; no son muchas las personas que en un organismo de esa clase se sienten totalmente identificadas con la institución, al grado de desdeñar otras presiones sociales. Cabría dudar de que los códigos fueran debidamente respetados, dada la posibilidad de que una minoría se beneficiaría contraviniendo sus mandatos, lo que echaría por tierra todo el sistema. Sin embargo, sucede que ciertas presiones actúan en dirección opuesta. Es obvio que a quienes obedecen un código, les interesa que se le haga respetar, y les conviene llamar la atención hacia las violaciones; en fin, utilizar las presiones éticas y sociales de la sociedad toda, en contra de sus rivales sin escrúpulos. Además, estaría muy clara para todos la conveniencia de apoyar el sistema, y la garantía de calidad sería una manera muy positiva de atraer a consumidores y trabajadores.

Al mismo tiempo, para ser viables, los códigos de comportamiento ético deberán ser limitados en sus alcances. Se les deberá aplicar únicamente en situaciones en que la empresa posea un conocimiento superior. Si es posible observar normas de calidad, el consumidor debería estar en libertad de elegir entre productos de alta calidad y precio elevado, y otros de baja calidad y bajo precio. Empero, en aquellos sectores donde es típico malinformar al cliente, o darle datos incompletos, los códigos de ética contribuirán a la eficiencia de la economía. Desde luego, no conviene esperar transformaciones milagrosas en el comportamiento humano. Los códigos no son sustituto universal para los instrumentos mencionados antes: impuestos, reglamentos y acción legal.

Escrito por KENNETH J. ARROW
www.usem.org.mx

Me encantan los negocios y sueño con convertirme en un exitoso empresario. Me gusta compartir con otros emprendedores y trabajar cada día por mis proyectos.

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