X

El “Índice Soros” o como salvar al mundo de Armagedón

Vladimir Kokorev

Hay periodistas que creen que George Soros es uno de los más enigmáticos y contradictorios personajes de la época contemporánea. Entre los muchos enigmas de su carácter no consiguen entender cómo se pueden compaginar en la misma persona la bondad de un filántropo y la falta de piedad de un especulador financiero.

Yo no veo ninguna contradicción. Según mi parecer las distintas facetas de Soros se compaginan muy bien formando entre si una perfecta sinergia.

Se dice que Soros tiene un muy especial don para prever el futuro. Yo no veo el futuro con tanta clarividencia pero tengo mi propio sistema de señales (por no llamarlas supersticiones) que me son útiles en establecer mis propias adivinanzas. Desde hace tiempo llamo a este sistema “el índice Soros” por llamarlo de alguna manera.

No me atrevo definir con exactitud matemática cuantas veces sea necesario oír el nombre de Soros en un periodo preestablecido de tiempo, pero la fórmula es precisa: si oigo pronunciar este nombre con una frecuencia regular, doy por seguro que se producirá (y por tanto preveo) algún que otro desastre. En el mejor de los casos se colapsa alguna que otra divisa, cosa que no me preocupa porque no especulo en mercados financieros. O puede que se altere, que no resista, la economía mundial y en ese caso si tengo que prever la posibilidad de que puedo ser que yo mismo quien pierda el empleo y tenga otra vez que empezar todo de cero.

Créanme, sé de qué estoy hablando. Tengo mi propia experiencia en lo que a Soros se refiere.

Le conozco o mejor dicho le he conocido hace muchísimos años. Era otra época histórica (al menos para mí). En aquel entonces George Soros no era tan famoso, ni su nombre me decía nada. La verdad es que muy poca gente en el mundo entero sospechaba de su existencia. Oí su nombre por primera vez en mi vida en un avión que sobrevolaba de noche el Atlántico Norte entre Washington y Moscú…

En pleno vuelo me despertó un hombre, en aquel instante absolutamente desconocido para mí, y me ofreció 25 mil dolores por presentarle a un compatriota mío que, por pura coincidencia, era mi buen amigo. Como no conocía de nada el carácter de George Soros (y fue precisamente él en persona quien me despertó en aquel avión), pensé en aquel momento que se trataba de una broma.

El amigo ruso a quien Soros quería conocer con mi ayuda no ocupaba ningún cargo de aparente relevancia formal en la nomenclatura soviética, aunque era una persona de mucha influencia y con buenos contactos en el entorno de Mikhail Gorbachov, recién nombrado líder soviético.

Orgulloso por mi país, que entonces era una superpotencia mundial (apretando un botón, nuestro secretario general podría destruir el mundo entero) y orgulloso de mí mismo en modo un tanto ingenuo, desinteresado y generoso, contesté al intruso americano desde la intimidad de mis sueños:

– “Mire, señor mío, fíjese, en la Unión Soviética no cobramos por presentar una persona a otra”.

¡Claro que la afirmación era mezcla de ingenuidad y de pura mentira!. En nuestro edén socialista existía corrupción y favoritismo. ¿Pero por qué tenía yo que explicar todo eso a un extranjero?. Además, hasta hace no mucho tiempo, nuestros arcángeles protectores con carnet del partido comunista pegaban un tiro en la nuca a aquellos pecadores que se atrevían a tener contactos no permitidos con los extranjeros y lo hacían en cumplimiento y respeto a lo que ellos llamaban el código de honor de los verdaderos constructores de un socialismo autentico. Claro que tampoco pasó por mi cabeza el contar nada de esto al americano. Volando hacia mi madre Rusia no quería asustarle ni a él ni a mí mismo despertando malos recuerdos de un pasado comunista muy reciente que en cualquier instante podía volver a ser de nuevo una realidad.

– “Si usted no quiere el dinero para sí mismo, puede donarlo a alguna fundación o a una causa filantrópica”, me dijo Soros.

En la URSS no sabíamos nada de filantropía. La única fundación con fines aparentemente benéficos era el “Fondo de Defensa de la Paz Mundial”. Allí hacían sus donaciones los afortunados ganadores del Premio Lenin y los Campeones del Mundo en Ajedrez. Los demás deportistas soviéticos no ganaban casi nada y la defensa de la paz mundial podría prescindir de sus medallas chapeadas en oro.

Por los libros de Kurt Vonnegut Jr., uno de los pocos escritores americanos permitidos en la URSS, los soviéticos sabíamos que la filantropía era una especie de perversión sexual de la burguesía imperialista americana que, repartiendo el dinero entre los pobres, apaciguaba su conciencia enfermiza y calmaba los nervios después de engañar día tras día a la clase trabajadora.

– “Si no le gusta la filantropía, – continúo Soros leyendo mi pensamiento- presénteme a esa persona sin cobrar nada. Yo también le podría ser útil en Washington”.
Al margen de su propuesta, que yo no lograba calibrar si se trataba de una broma de mal gusto u otra extravagancia imperialista, el americano me caía bien. Parecía un buen hombre con un muy peculiar sentido del humor con tintes de humor negro. Me dijo que era de origen húngaro, pensando quizás en provocar de tal modo mi confianza. Hungría formaba entonces parte del núcleo duro del campo socialista y fue nuestra, por no decir muy soviética.

– “Pero mis padres me sacaron de Hungría durante la guerra”, afirmó con gran pena y con una no disimulada voz de lamento, dejando en entredicho la suposición de que si no hubiese sido por la ocupación nazi, el y yo podíamos ser casi parientes, en plan ideológico por supuesto.

Esta vez quien estaba mintiendo era él. Los padres de Soros huyeron de Hungría, salvándose precisamente de la ocupación soviética, después ya de la segunda guerra mundial. No me atrevo culparles por este acto de verdadera clarividencia histórica. Pero en los años 80, cuando la URSS era aún una superpotencia, muchos occidentales soñaban en hacer negocios con el imperio del mal según la definición que Ronald Reagan hacia de la Rusia de entonces. Soros no era el único desciende de Europa del Este que quería aprovechar la apertura de Gorbachov recurriendo al esquema de que si no hubiese sido por los malditos nazis él nunca hubiese abandonado el campo socialista, ni se hubiese hecho multimillonario, profesión que por aquel entonces era especialmente odiada y desprestigiada en los ambientes soviéticos.

Al fin y al cabo le hubiese presentado con gusto a mi amigo ruso a quien él tenía tantas ganas de conocer. El amigo ruso necesitaba y buscaba un filántropo americano para que este le financiase un proyecto supuestamente soviético-americano. En la época dorada de la perestroika todos soñábamos con un mundo mejor y cada uno tenía sus recetas de cómo conseguir este sueño. Mi amigo lo quería hacer por medio de una película sobre dos seres humanos, una rubia soviética y un chico americano. Entre los dos deberían salvar al Mundo de un Armagedón nuclear o algo por el estilo.

El ruso a quien quería conocer Soros fue el autor de la idea, fue coautor del guión e impulsor principal del proyecto. Mi amigo no era un cineasta profesional. Se le consideraba en la URSS como el Gran Experto en temas Americanos, porque él realmente había vivido muchos años en los EE.UU. mientras su padre había sido el embajador soviético en ese país.

Soros prometió un millón de dólares para la película. Durante más de un mes los Estudios Filmográficos de Moscú soñaron en cómo gastar todo aquel dinero prometido por el excéntrico americano. Cuando el delirio millonario se esfumó, mi amigo, el Gran Experto Soviético en América, me continúo reprochando no sólo el fracaso de su sueño sino hasta el mismísimo colapso de la URSS. Al final yo tenía la culpa de todo:

– “Tu Soros resultó ser un embustero. Imagínate. Nuestro famoso millón de dólares terminó en manos de Raisa Gorbacheva para que comprase jeringas desechables contra el SIDA”

El SIDA era un nuevo problema recién descubierto en la URSS y alguien explicó a la mujer de Gorbachev en qué consistía ser filántropo. Tengo una vaga suposición de que este alguien pudo ser el mismo Soros después de que El Experto en América le hubiese presentado a Raisa Gorbacheva.

No pasó nada irremediable. Poco después la URSS se desmoronó. Nosotros, al igual que el Gran Experto en América perdimos nuestro empleo, aunque no por ello tuvimos que morir de hambre. Cada uno encontró su propio modo de ganarse la vida en un mundo postcomunista.
Tampoco se perdió del todo la idea de hacer una película sobre dos seres humanos que están salvando al mundo de algún que otro Armagedón. En Hollywood las están produciendo en serie supongo que con sus propios recursos.

Artículos Relacionados